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jueves, 5 de mayo de 2011

Sabato: tres recuerdos en primera persona

Mi primer recuerdo del escritor Ernesto Sabato viene de la mano de su hijo el cineasta Mario Sabato, que con gesto grave acaba de despedir los restos del autor de Sobre héroes y tumbas, fallecido el sábado 30 de mayo en Buenos Aires a los 99 años. El recuerdo tiene medio siglo y, como suele suceder, su persistencia y nitidez resultan inexplicables. Con Mario fuimos compañeros de bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y junto a un grupo de estudiantes en los que ya se fraguaban inquietudes culturales y políticas, participábamos en la confección de revistas que fueron célebres para ese grupo generacional.

ERNESTO SABATO

En la primavera, el sol bañaba con intensidad las amplias escalinatas de la entrada del colegio y su luz deslumbraba saliendo a la calle desde los altos pasillos algo sombríos del interior. En una de esas ocasiones, probablemente hacia 1961, vi por primera vez a Ernesto Sabato y su mujer, Matilde, esperando bajo la sombra de un árbol de la calle  la salida de su hijo del colegio. Esa imagen se repitió alguna vez más. El escritor tenía 50 años, los gruesos anteojos de siempre, el blazer azul típico de los porteños de entonces, una sonrisa amable ante el alboroto de los quinceañeros; era el primer escritor vivo que conocía y que ese mismo año nos había fascinado a los lectores ávidos y adolescentes de entonces con aquella novela que abría el registro cambiante del amor y de la historia.
Nada sabía de su obra ensayística anterior, reunida en Uno y el universo (1945) y Hombre y engranajes (1951), pero había leído su primera novela, El túnel (1948). El éxito de Sobre héroes y tumbas contribuyó a fijar su personalidad como escritor, que en los años anteriores comenzaba a estar marcada por las contradicciones y polémicas políticas de su tiempo. Todo eso fue revisado y releído después, sometido a críticas y parricidios diversos, pero la de entonces es una imagen casi idílica de los 15 años, cuando todo estaba por hacer y deshacer. El escritor diurno, a las puertas de un colegio, con sus fantasmas durmiendo en la casa, luego célebre, de Santos Lugares donde murió.
El segundo recuerdo es de 1973 y corresponde no a un encuentro personal sino a una crítica que escribí en el diario La Opinión de Buenos Aires sobre un libro de entrevistas en el que Sabato explicaba una y otra vez las líneas principales de su compromiso existencial y filosófico en un siglo XX que, en esos años, ya llevaba tras de sí algunas encrucijadas críticas –nazismo, estalinismo, colonialismo— y que para el escritor eran representaciones apocalípticas. A su manera, Sabato representaba ya el modelo del intelectual-guía de su sociedad, pero por entonces esa figura empezaba a ser cuestionada y era sustituida en las generaciones siguientes por intentos de aproximación al cambio de la sociedad menos retóricos y grandilocuentes. Mi crítica aludía a esos dilemas, con razonamientos muy marcados por el clima de la época, y si bien algunos puntos de la misma eran rescatables, el tono del escrito era innecesariamente severo y años después advertí que ese tono conducía muy probablemente al error.
Este recuerdo no está marcado como el anterior por ninguna idealización sino por la áspera dinámica de las disputas ideológicas de entonces, cuando el país estaba cerca de lo peor, que aún no se había producido.
El tercer recuerdo, más cercano en el tiempo pero menos vívido que el primero, remite a dos encuentros que se produjeron en España, donde en 1984 le fue otorgado el Premio Cervantes. Sabato viajaba con frecuencia a Europa y una vez en Barcelona y otra en Madrid lo entrevisté para el diario El País donde trabajaba. Ya lo peor había ocurrido en Argentina y era reciente el final de la dictadura militar más cruenta de la historia del país. La última novela del escritor, Abaddón el exterminador, era  de 1974, pero diez años después a Sabato se lo entrevistaba casi exclusivamente como el presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que investigó el horror de la represión militar por encargo del presidente Raúl Alfonsín y produjo el informe Nunca más. En las entrevistas era perceptible la huella dejada por los meses de trabajo en ese texto, que fue la base documental para la condena judicial de los máximos jefes militares de la dictadura.
Este formidable punto de partida, que después quedó ensombrecido por las leyes de punto final y obediencia debida, abrió un ciclo histórico en el que la figura de Sabato fue creciendo en el país, en un proceso no exento de cuestionamientos, y tuvo su gran proyección en el mundo. El ciclo literario de sus tres novelas parecía sin embargo concluido. 
En la segunda de esas ocasiones, le pedí en nombre del periódico que escribiera un artículo sobre cualquier tema de su interés. A los quince días contestó desde Buenos Aires mediante unas nerviosas líneas manuscritas, excusándose. El ánimo estaba en sus horas bajas.
La historia siguió por otros rumbos y la vida del escritor se prolongó dos décadas más, en la estela de aquella empresa de la sociedad civil. Pero la memoria personal sobre Sabato se detiene ¿caprichosamente? a finales de los años ochenta en Madrid.